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Nuevamente, la fe de los morelianos se manifiesta con fervor en la colonia Juárez

  • Foto del escritor: Altorre
    Altorre
  • 18 abr
  • 3 Min. de lectura


Morelia, Mich., 18 de abril 2025.- Nuevamente, la fe de los morelianos se ve plasmada en la remembranza del pasaje bíblico de la Pasión y Muerte de Jesús el Nazareno. Como cada año, los fieles colonos y vecinos de la colonia Juárez de Morelia toman las principales avenidas para dar vida a un emotivo recorrido que asemeja el traslado de Jesús hacia el monte Calvario, donde sería ejecutado.

Calles como la avenida Oaxaca, la calle Francisco Villa y otras vialidades se convierten en escenario sagrado, por donde avanza lentamente la procesión encabezada por actores locales que, con profunda entrega, reviven los momentos más conmovedores de la Pasión: la traición, el juicio, la flagelación y el tortuoso camino con la cruz a cuestas.

A lo largo del trayecto, las miradas se cruzan entre la emoción y el respeto. Hay quienes caminan en silencio, meditando; otros, entre lágrimas, oran al paso de la imagen viva del Nazareno. Los balcones y puertas se visten con mantas moradas, imágenes y flores, como testigos de una fe que no se apaga.

El monte Calvario, representado en una loma al final de la colonia, recibe al final de la jornada a cientos de personas que presencian con solemnidad la crucifixión simbólica. El silencio pesa en el aire mientras el acto finaliza con la muerte del Cristo, un momento que, aun representado, sacude el corazón de los presentes.

Este acto de devoción popular no solo mantiene viva la tradición, sino que fortalece los lazos comunitarios y renueva el espíritu de quienes, año con año, encuentran en esta representación un espacio para la reflexión, la esperanza y el compromiso con la fe.


La historia:


Era una noche tranquila en la colonia Juárez de Morelia. Las calles, iluminadas por los viejos faroles, parecían guardar silencio ante lo que estaba por suceder. En una casa modesta, en medio de oraciones y palabras cargadas de emoción, Jesús compartía el pan y el vino con sus más cercanos. Algunos lo conocían como el Nazareno, otros simplemente como el Maestro. Había curado a más de uno en la comunidad y su palabra resonaba con fuerza en los callejones empedrados de la colonia.

Pero no todos lo miraban con buenos ojos. Las autoridades, inquietas por su creciente influencia entre la gente del barrio y los alrededores, habían decidido poner fin a su presencia. Fue Judas, uno de los suyos, quien lo señaló con un beso en el pequeño parque de la avenida Oaxaca, mientras los agentes—como modernos romanos—lo rodeaban con linternas y miradas duras.

La detención fue rápida. Vecinos desde las azoteas observaron con desconcierto cómo se lo llevaban, esposado, entre empujones, hacia el viejo edificio que hace años fue una comandancia. No hubo juicio justo. Apenas unas palabras, algunos gritos, y luego la condena: crucifixión.

Al día siguiente, bajo un sol ardiente, fue llevado a la cima de una pequeña loma al final de la colonia, cerca de donde comienza el monte en la salida a Pátzcuaro. Cargando una pesada cruz de madera, atravesó la calle principal mientras algunos lo insultaban y otros, con lágrimas, lo acompañaban en silencio. Tres veces cayó, una justo frente a la tiendita de Don Chema, y fue ahí donde una vecina, llamada Verónica, le limpió el rostro con un pañuelo blanco.

Lo clavaron en la cruz con herramientas viejas pero afiladas, y lo alzaron entre dos más. El cielo se nubló repentinamente, y una brisa extraña recorrió las calles de la Juárez. A lo lejos, se escuchó el llanto de una mujer: era su madre, acompañada de Juan, el más joven de sus seguidores.

Al morir, un silencio sagrado se apoderó del barrio. Aquellos que se burlaron, bajaron la mirada. Y quienes creyeron, comenzaron a contar su historia, no en templos ni libros, sino en charlas en la plaza, en veladas familiares y en procesiones que, cada año, recuerdan que aquel hombre, crucificado en una humilde colonia de Morelia, cambió para siempre los corazones de muchos.



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